Mascotas

Caminó seis kilómetros detrás del cortejo fúnebre para despedir a su dueña

blankLa tristeza del perro cuando el féretro descendió a su última morada.

Los romanos creían que fidelidad era una divinidad. Numa Pompilio, el segundo rey de Roma (sucedió a Rómulo) le erigió un templo y altares. ¿Cómo se la representaba? Con una llave, un vestido blanco y un perro.

Esto se daba 700 años de Cristo. Nada cambió. El perro sigue siendo el más fabuloso sinónimo de la fidelidad. Nada ni nadie se le puede comparar.

Recuerdo una anécdota. Era muy chico y cuando iba al río, allá en Capilla del Monte, me asombraba cuando cada tarde veía pasar a un par de borrachos ilustres en sus caballos. Vadeaban el Calabalumba montados en sus caballos. Detrás venía una jauría de casi una docena de perros flacuchos y cansados. Los hombres descendían de los equinos y se ponían a tomar unos tintos. Los perros se acostaban a descansar alrededor de los hombres. Cuando éstos partían, los canes emprendían la marcha junto a ellos.

Un amor fiel. Vaya a saber que comían. Vaya a saber dónde dormían. Sólo tenían algo en claro: esos borrachines eran sus dueños y por ellos daban la vida. ¿Que muestra mayor de afecto podía existir?

La nueva historia de fidelidad llega de lejos. De Malasia. Una enfermedad se llevó a la señora Sue Wai. Los parientes la velaron y organizaron el último adiós. Tenían que llevarla al cementerio. Los autos se encolumnaron detrás del coche fúnebre que llevaba el féretro.

blankBobby con los familiares de la señora Wai.

No se sabe si se olvidaron de él o no le dieron importancia. Pero la señora Wai tenía un compañero inseparable: su perro Bobby. Y a él no lo incluyeron en ninguno de los autos.

No le importó. Bobby saltó la pared de la casa y empezó a seguir la fila de autos que iban a media marcha. Esquivando autos sin importarle si alguno de ellos podía pisarlo. Era su deber darle el adiós a su dueña.

Fueron pasando las cuadras y el camino se hizo de tierra y complicado. Bobby, con la lengua afuera, seguía firme. Fueron seis kilómetros hasta llegar a destino. Cuando descendieron el féretro, Bobby se acercó al hueco en la tierra donde iban a enterrar a la mujer que amaba.

Le quisieron dar agua. No aceptó. Lo quisieron alejar del lugar pero no lo lograron. Mientras el féretro descendía, Bobby miraba con profunda tristeza. Ya no la vería más.

Un nieto de la señora Wai se llevó a Bobby a su casa. La nueva casa de un perro fiel. Que ya hizo lo que todos imaginaban. Se escapó una vez de la casa para repetir, con un gps manejado desde el corazón, el recorrido al cementerio. Lo vieron los cuidadores llegar a la tumba de la señora Wai. Acostarse allí hasta que el atardecer fue llegando. Y lo vieron partir luego rumbo a su nueva casa.

Los romanos creían que la fidelidad podía asociarse a un perro. Aquellos borrachines inofensivos no sabían, o sí, que aquellos perros que los escoltaban no lo hacían por interés, sino por fidelidad. La señora Wai, donde esté, sabe que Bobby siempre va a ser incondicional. Por fiel. Sin importar cuántos kilómetros tenga que caminar de acá hasta su fin…

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